El sueño de Tania Por Ana Riera

 

 

SO_CANVFULLWHTTania recordaba con una claridad pasmosa el día que decidió que iba a ser bailarina. Eran las fiestas de la patrona y como regalo de su séptimo cumpleaños, su tía Anastasia la llevó al entoldado que habían montado a las afueras del pueblo.

Llevaban toda la semana anunciando el espectáculo a bombo y platillo: “Damas y caballeros, les ofrecemos la oportunidad de vivir una experiencia sin precedentes, lo nunca visto, los payasos más divertidos, el mago más sorprendente, la funambulista más temeraria y un montón de actuaciones más. No se lo pierdan, damas y caballeros, porque se trata de una ocasión única”.

Para Tania desde luego lo fue. Pero no por todas las cosas maravillosas de las que la gente de aquel pequeño pueblo comentó durante semanas. Fue por la bailarina.

Apareció cerca del final, en el centro de la pista, alumbrada por un foco de luz aterciopelada. Su tutú blanco inmaculado giraba y se elevaba por los aires como si tuviera vida propia. A Tania le pareció un grácil cisne que flotaba ingrávido. Quedó hipnotizada, deslumbrada.

Esa noche soñó con ella y al día siguiente empezó a practicar los movimientos y piruetas que había grabado en su memoria, una y otra vez, sin tregua, pasillo arriba y pasillo abajo. Ese año supo muy pronto qué iba a pedirle a Santa Claus: “Querido Santa Claus, creo que he sido bastante buena, así que me gustaría pedirte unos regalos. Quiero un tutú blanco, y un maillot, y unas zapatillas de ballet blancas también. Eso es todo. En realidad hay otra cosa aunque, bueno, no sé si puede pedirse. En fin, por si acaso, quiero que sepas que me gustaría mucho tener una profesora que me enseñara a bailar de verdad”.

La señorita Palmira, una bailarina ya retirada que había aparecido un buen día en el pueblo, sola y con un enorme baúl de madera, vio enseguida que Tania tenía cualidades y, sobre todo, la firme determinación que diferenciaba a las simples aspirantes de las verdaderas estrellas. Por eso se dedicó a ella en cuerpo y alma. Le pedía que se quedara cuando las otras niñas se iban a sus casas para terminar los deberes. Y se reunían los sábados y domingos para seguir practicando: “Veamos otra vez las cinco posiciones básicas: primera, segunda, tercera, cuarta y quinta; marca bien los movimientos. Ahora tres pliés y tres semi-pliés; vigila los brazos, y la cabeza siempre bien alta. Haz una serie de giros en diagonal; eso es, mirando siempre a un punto fijo, para no marearte. Y por último medio minuto sobre las puntas; ya sabes, con el tiempo el dolor desaparecerá”.

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Cuando cumplió 13 años la señorita Palmira consideró que estaba preparada para enfrentarse a su primera gran prueba. Paulova Romanovski buscaba jóvenes con talento para formar una compañía de ballet juvenil en Europa. Era, sin duda, una oportunidad que no debían dejar escapar.

A sus padres se les cayó el alma a los pies. Era su hijita, su pequeño gorrión, y no concebían separarse de ella. Pero la decepción que se dibujó en la cara de Tania ante su negativa era tan profunda, tan desgarradora, que acabaron por consentir.

Era la primera vez que Tania salía del pueblo. La noche antes de su partida sacó una vieja maleta del trastero, metió alguna prenda de abrigo y un pijama y puso encima, con mucho cuidado, sus medias, sus zapatillas, su maillot y por fin su deslumbrante tutú blanco. Ya iba a cerrar la maleta cuando vio el retrato que tenía de sus padres sobre la cómoda. Recordó la cara de susto de su madre y el estupor sincero de su padre. Sintió una breve sensación de desazón, pero metió la foto en la maleta, boca abajo, la cerró y la dejó preparada junto a la puerta de la entrada.

La luz se abría paso entre los últimos retazos de oscuridad cuando llegaron a la estación. El tren que la esperaba inquieto, echando humo, le pareció un tanto inhóspito. La señorita Palmira la apremió para que se despidiera. Abrazó primero a su padre y luego a su madre. Tuvo que esforzarse para no derramar ninguna lágrima.

—Ten mucho cuidado, mi niña. Y no te olvides de nosotros. Te estaremos esperando. Cuide de ella, por favor, señorita Palmira.

Se acomodaron en un compartimento del cuarto vagón. Tania se sentó junto a la ventanilla, para no perderse el más mínimo detalle del camino por el que viajaba hasta su sueño, y también para poderse despedir de los suyos hasta que se perdieran en el horizonte. El viaje era largo, así que, mecida por el suave traqueteo, acabó por quedarse adormilada. Al poco empezaron a entremezclarse en su mente fragmentos del paisaje con los rostros de sus padres y recuerdos de la bailarina de blanco que, por fin, se materializaron en un sueño inquietante.

La bailarina vestida de blanco giraba como una peonza enloquecida al compás de una melodía triste en medio de un bosque sombrío. Llevaba un antifaz negro que le ocultaba parte de la cara. De pronto cesó la música y un silencio espeso lo cubrió todo. La bailarina dejó de girar y se quedó completamente inmóvil, mirando con sus ojos ciegos hacia el infinito. Después, muy lentamente, se quitó el antifaz. Tenía las cuencas vacías.

La voz impaciente de la señorita Palmira la rescató de la pesadilla. Abrió los ojos desorientada y observó que la oscuridad caía ya al otro lado del cristal. Habían llegado a su destino.

Pasaron la noche en casa de unos conocidos de la señorita Palmira, pero Tania apenas pudo pegar ojo. Estaba demasiado nerviosa, demasiado angustiada. Se pasó las horas dando vueltas en la cama, sudorosa, a pesar del frío que subía desde las baldosas del suelo. Intentó tranquilizarse repasando mentalmente el ejercicio que había estado ensayando, movimiento tras movimiento, sensación tras sensación, haciendo todo lo posible por perderse en otra dimensión, más allá de todo y de todos: el arabesco, el petit assemblé, el entrechat, el brisé, el jeté. A fuerza de repetirlos se le empezaron a desdibujar los detalles y cuando los primeros rayos se colaron por las rendijas de las carcomidas persianas le costaba reconocerlos. ¿Y si no era capaz de ejecutarlos? ¿Y si ni siquiera lograba recordarlos? ¿Y si no era tan buena como ella creía?

La señorita Palmira observó cómo hacía girar la cucharilla en la taza de café con leche que tenía delante y adivinó su estado de agitación: “No te preocupes. Es normal. Son los nervios. Pero en cuanto pises la sala y empiece a sonar la música, todos tus temores se esfumarán. Créeme, sé de lo que hablo”. Pero la voz le tembló ligeramente y a Tania no le pareció tan convincente como de costumbre.

El salón donde las reunieron era enorme. Tenía tres paredes recubiertas de espejos y una sobria mesa con siete sillas en un extremo, para el jurado. Y había chicas por todas partes. Tania no había visto nunca tantos tutús juntos. Quería creer a la señorita Palmira. Necesitaba creerle. No dejaba de repetirse que sus dudas desaparecerían como por arte de magia en cuanto oyera las primeras notas. ¿Cómo se hacía el arabesque? Sí, seguro que cuando fuera su turno su cuerpo llevaría a cabo la rutina sin apenas esfuerzo. ¡Había practicado tanto! ¿Qué iba antes, el brisé o el jeté? Tenía que ser capaz, llevaba toda la vida preparándose para ese momento. ¿Cuándo tenía que hacer el assemblé? ¿Y era grand o petit?

10837795-Antiguo-zapatillas-de-ballet-en-blanco-y-negro-Foto-de-archivoCuando su nombre resonó por la estancia, rebotando de rincón en rincón, le llevó un tiempo comprender que se referían a ella. Haciendo acopio de todas sus fuerzas se dirigió lentamente hacia el centro de la sala, tan tensa que le dolían todos los músculos. ¿Cuál era la melodía que iba a interpretar, era de Mozart, de Beethoven? Respiró hondo una, dos, tres veces. Pero su pulso seguía acelerado, notaba las palmas sudadas y un dolor sordo en el estómago. Esperó ansiosa los primeros acordes, pero cuando por fin sonaron fue mucho peor. ¡No podía moverse! Sentía que tenía los pies pegados al suelo y los brazos le pesaban una tonelada. Desesperada levantó la vista hacia la señorita Palmira, que aguardaba junto a las otras maestras en una esquina del salón, pero tenía los ojos cubiertos por un horrible antifaz negro. Comprendió que era para ocultarle su decepción y supo que estaba irremediablemente perdida.

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