El salto Por Elisa Pérez

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Desde esa altura podía contemplarlo todo. Era el punto perfecto.

 Desde esa altura podía divisar hasta casi la última línea del horizonte. A través de los grandes ventanales las nubes poblaban el cielo antes azul, sin dar tregua alguna a la lluvia que comenzaba a golpear. Las gotas se topaban con fuerza contra el techo contrachapado y los cristales biselados de los ventanales.

 Desde esa altura veía las gradas desiertas. Solo sus compañeros de equipo, su entrenador y unos pocos visitantes deambulaban por los grandes escalones blancos y los pasillos, húmedos y resbaladizos.

Hoy tocaba el cuarto trampolín. El entrenamiento exigía lo máximo. Casi cien escalones formaban el total del recorrido hasta la tabla superior.

 Claudio se había desvestido concienzudamente. Sólo disponía de quince minutos antes de saltar a la piscina. El bañador ceñido, apretado sobre unos glúteos duros y bien formados dejaban al descubierto el resto de un cuerpo musculoso, formado tras un duro entrenamiento que apenas dejaba hueco a nada mas que el deporte. Sintió un escalofrío que le erizó el vello de su cuerpo, se angustió al detectar que no estaba depilado.

 Salió del vestuario despacio, tras mirarse en el espejo para ponerse el gorro que, al principio de probarlo, parecía oprimirle los sesos; desde hace mucho tiempo componía una pieza imprescindible de su indumentaria. Cada día, las seis horas de ejercicios con bañador negro y gorro rojo se habían convertido en una droga ineludible para su vida. Lo que comenzó como un juego, pasó a definir su vida por completo.

El campeonato estaba cerca. En pocos meses defendería su título. Habían transcurrido dos años desde que alcanzó la gloria, desde que consiguió disfrutar por breves momentos del placer de la victoria, del resultado del sacrificio. El recuerdo de aquello vivido no hacia más que aumentar la presión que comenzaba a palparse de forma más gruesa y tiránica, a medida que los días del calendario avanzaban.

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Tomó aire antes de iniciar su camino hacia la cumbre. Cada escalón, cada tramo recorrido, exigían mayor compromiso, mucha más concentración. Antes, ejercicios de calentamiento: el brazo izquierdo hacia la espalda, el cuello doblado a derecha e izquierda, las piernas flexionadas hasta ponerse en cuclillas. Una lámina de sudor comenzaba a expandirse con lentitud dentro del gorro de licra. Una última mirada alrededor. Parecía una distancia insalvable para muchos, asequible para pocos, fácil para él.

— ¡Ánimo Claudio, hoy es tu día!

 Se detuvo, miró hacia abajo, siguiendo el sonido de esa voz de ánimo que le recordaba la gloria vivida. No había nadie. Un nadador en la piscina contigua continuaba su trayecto en la calle escogida.

 — ¡Vamos, vamos, que tú puedes!

 De nuevo, las voces de ánimo. Alguien le jaleaba; enardecía su ascenso. Se asomó de nuevo hacia abajo. Nadie. A cierta distancia su entrenador estaba dando algunas instrucciones a otros nadadores. El no podía haber sido, hablaba con resolución, pero nunca los jaleaba de esa manera

 — ¡No te detengas, Claudio, no te detengas!

 Le llamaba, conocía su nombre. No podía seguir sin averiguar de dónde procedían esas voces.

 En el segundo tramo, se asomó al trampolín. La inmensidad del agua azul a sus pies. El ligero vaivén del balanceo tan familiar para él, le hizo tambalearse por un minuto. Alguien parecía moverlo con más ímpetu del habitual. Retrocedió hacia atrás, perturbado y nervioso. En la plataforma se apoyó en la barra central. La distancia recorrida parecía mayor. Hacia abajo un piso, hacia arriba dos más.

 — ¡No tengas miedo Claudio!

 De nuevo la voz le instaba a continuar. Era una voz tenaz y firme, alejada de la vacilación que le invadía por segundos. Cuanto más le alentaba, más indecisión sentía.

Las dudas que le asaltaron y casi le doblegan en aquel salto final y la fuerza extrema en su resolución, volvieron a él con transparencia, empujándole hacia el precipicio.

 Por fin la cumbre. A lo lejos los nubarrones grises se mezclaban con edificios que no recordaba haber visto antes. Los ventanales le parecieron invisibles. Bajo sus pies el rectángulo completo de la piscina. Nunca antes la había divisado de esa manera. Se veía profunda, intensa, amenazante. El fondo se perdía de la visión de Claudio que intentaba concentrarse en el perímetro del vaso sin conseguirlo. Por momentos menguaba hasta parecer una línea de puntos blancos. Sintió miedo

 — ¡Vamos, Claudio, debes lanzarte, vamos!

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En vano una mirada alrededor para asegurarse de que alguien le gritaba con entusiasmo. Quiso alegrarse sin conseguirlo. No había nadie en tal estado de excitación. Dudó de nuevo. Lanzó una mirada de determinación a sus pies. Avanzó temblando hacia el límite de la tabla. La postura ensayada, el cuerpo tenso y relajado a la vez; las manos estiradas, las piernas rectas. Levantó con cuidado los talones para iniciar el movimiento del salto.

 — Me han dicho que tienes mucho miedo, pero yo no lo creo.

 En la parte final de la frase percibió un fervor que le desconcentró en su maniobra.

El nerviosismo comenzaba a atenazarle. Tenía que seguir adelante. Hacer un gran salto, el último, aunque no escuchara ovación alguna.

 Comenzó de nuevo el movimiento; miró hacia abajo: la piscina no tenía nada, estaba completamente vacía. En el centro una gran brecha negra se había abierto tragándose su contenido. Imperaba el silencio, ni siquiera el braceo del nadador de al lado, ni siquiera el susurro del entrenador con sus instrucciones. Debía aprovechar el momento. Con una ligera flexión de piernas que le temblaban y un impulso de sus brazos que ya no le parecieron tan fornidos, saltó lo más alto que pudo sobre el frágil trampolín para conseguir que su cuerpo se precipitara hacia el vacío alejándose de la voz que gritaba:

 — Bien, Claudio, bien, ya sabía que el miedo no iba a vencerte.

El viento fresco sopló sobre el cuerpo de Claudio que permanecía inerte en el asfalto mojado bajo el viaducto.

Una gran mancha de sangre comenzaba a fluir dentro del gorro rojo de licra. Desde arriba, con unas prendas de ropa en la mano, un hombre agitado emitió un grito mudo que se oyó más allá de los nubarrones grises.

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