Cuestión de tiempo Por Elisa Pérez

Quiso gritar dentro del coche. Le daba igual el resto del mundo, estaba sola, se sintió como una de las miles de gotas que caían en el cristal para desaparecer en apenas segundos ante sus ojos

 

 

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1

 

La imagen de la chimenea aún perduraba en su memoria. El fuego resplandeciente inundando toda la sala con un tono rojizo, irradiando figuras deformes sobre el suelo entre los dos sofás dispuestos de forma geométricamente perfecta frente al fogón. En el portal del edificio aún se podía notar el resplandor caliente del fuego.

Bárbara sintió que el pasado no le daba más treguas. Miró por el amplio cristal delantero donde la corriente del agua de lluvia apenas dejaba visión. La hilera de coches delante del suyo era tan larga y monótona que su estampa saciaba cualquier intento de urgencia.

En la prisa de la huida apenas le dio tiempo a coger el bolso, el abrigo y las llaves. Hubiera deseado dejar olvidados sus recuerdos también.

Al salir se atropelló con el felpudo, casi se cae. Se impacientó cuando el ascensor no llegaba y se apresuró a bajar andando por la escalera, pretendiendo ganar segundos a lo inevitable.

En el vehículo deseaba alejarse de aquella calle, de aquel edificio; seguir buscando un refugio alejado de él y de todo lo que tuviera algún vínculo.

En medio del tráfico reinante resultaba difícil avanzar; cada minuto se hacía interminable. Se tocó la cara; aún le escocía la bofetada. Sintió irremediables ganas de llorar, no lo había hecho antes pero ahora no tenía que disimular ante nadie.

— Ya está bien, ya vale. Esta vez será la última que me toques -rabiosa, enfurecida se revolvía contra sí misma-. Esas palabras deberían haber salido de su boca, deberían haber sido lanzadas sobre las paredes, los muebles y los objetos de aquella habitación.

Se tocó el precioso gorro blanco de lana hecho a mano por su madre. Una mueca de sonrisa se dibujó en su rostro fugazmente, recordando el día que se lo regaló. Hacía mucho calor: en pleno mes de julio había tejido durante semanas para tenerlo preparado el día que volviera a pasar sus vacaciones de verano con la familia.

Tomó el volante con fuerza. Quería difuminar su rostro, borrar completamente su pelo negro, sus ojos avellanas, sus manos cálidas, sus delicados pies…

La lluvia paralizaba, ralentizaba el tiempo. Resultaba desesperante para Bárbara el ritmo lento de los vehículos que la rodeaban con sus tentáculos invisibles. La salida buscada debía estar cerca, pero no la veía. Tenía los ojos empañados, pero los cristales lo estaban más aún. Pensó poner el Gps para saber dónde encontraría el tráfico menos denso. Desistió, no entendía nada de esos aparatos. Se esforzó por no recordar la última escena montada por él cuando no supo indicarle la calle a la que se dirigían, y el consiguiente regalo que se encontró en la puerta de su apartamento al día siguiente: “un moderno orientador de tu torpeza” leyó escrito en la nota adjunta.

2

Habían pasado sólo seis meses desde su primer encuentro. Entonces la miró. Bárbara sintió por primera vez en su vida que alguien la desnudaba con los ojos. El profesor de Estadística, metódico, magistral en sus clases, hablaba de cifras y números atrayendo la atención de sus alumnos. La asignatura absurda, innecesaria, se había convertido en fascinante. Dominaba y transmitía la materia con pasión. Nadie sabía de dónde había surgido aquel ser que consiguió embaucar desde el principio a los alumnos que asistían a sus clases, ansiosos y entusiasmados. Entre ellos, Bárbara, que había elegido aquella asignatura por descarte, pero que desde el día en que el profesor entró por el lateral del aula sintió que nada sería igual en su vida a partir de entonces.

Una nota en su asiento fue la primera llamada de atención; una pregunta al salir de clase la siguiente. Siguieron algún café y coincidencias en la cafetería. Se sentía enganchada cada vez más a aquel ser perfecto, a aquel personaje surgido entre probabilidades y ecuaciones. Poco le importaba la diferencia de edad o los cuchicheos de sus amigos. No se veía atractiva; sin embargo con él sentía que todo era diferente:

— Ese pantalón te queda muy bien; córtate un poco más el pelo; ¿qué tal esos zapatos beige?

 

Las sugerencias o consejos del extraño profesor se observaban con desconfianza desde fuera. Para la joven no había nada insólito en enamorarse y por esta vez, que se enamoraran de ella.

Sus escasas amistades le intentaron advertir, pero Bárbara se sentía protagonista como si mágicamente se hubiera convertido en una diva que había conseguido conquistar el corazón de alguien extraordinario.

No tenía tiempo de dudar, él hacía todo por ella, planeaba las salidas, su ropa, su agenda, su tiempo de estudio, sus exámenes…

El hotel de su primer encuentro íntimo, también lo seleccionó él: ¡qué vergüenza sintió cuando el recepcionista apuntaba los datos! Apretó la mano de su amante hasta hacerle enrojecer. Resultaba una escena curiosa: una joven con vestido rojo y zapatos planos escondida tras el apuesto y seguro amante.

— Eres tan joven e inexperta… ¡me encanta! -sus ojos maliciosos se clavaron en el cuerpo desnudo de la joven que con gran pudor se había dejado quitar la ropa lentamente.

— Casi me rompes los huesos de la mano en la recepción -rieron los dos juntos sobre el colchón enmarañado de ropa y fluidos. Bárbara parecía una niña contenta tras recibir el mejor regalo de cumpleaños. Ya no sentía vergüenza, no quería acabar esa noche, quería gritar a todos que ese hombre la amaba sólo a ella.

— Nunca me hablas de ti, ¿has tenido alguna mujer importante en tu vida? -la pregunta salió de improviso. Sin saber por qué le imponía preguntarle. La debilidad se había esfumado por un instante.

— Ven aquí Bárbara… ¡Qué nombre tan grande para un cuerpo tan frágil!

 

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En cuatro semanas fue la primera vez que se atrevió a preguntar; siguieron otras ocasiones en las que tampoco hubo respuesta. La confianza de Bárbara en él era tan ciega que ni siquiera notaba esa ausencia de información. Para ella en el mundo sólo estaban ellos dos.

En el coche, bajo la lluvia que arreaba con fuerza, se maldijo una vez más de su ceguera. Se retorció en el asiento buscando un acomodo que no llegaba.

— Tienes que cambiarte de grupo en la Facultad -la sorpresa de la frase se dibujó en el rostro de la chica-. No puedo exponerme más. Tenerte tan cerca está afectando a mis clases -jamás olvidará Bárbara la mirada picarona que clavó en sus ojos avellana. Se acercó a su cuerpo desnudo buscando una caricia-.

— Ya hablaremos de eso más tarde -una mano inocente comenzaba a subir por la entrepierna del hombre-.

— No eres tú la que decide, ¿no te has dado cuenta ya? No eres tú la que dispone -los ojos del profesor se habían vaciado de color, sólo una rabia desconocida los inundaba-.

Bárbara sintió que se desmoronaba sin comprender nada; nunca antes le había visto tan enfadado.

— ¡Eres una cría, no entiendes que pueden llegar a cuestionarme por tu culpa!

— Perdona, sólo quise decir que…

— Esto es muy serio, si no te lo parece así será mejor que…

Fue una bofetada dura y directa sobre la joven que la pilló desprevenida. Era la última noche antes de las vacaciones de Navidad. Ella se iría al Sur, él al Norte. Debió haber salido corriendo y no volver más, pero le atraía tanto que le impedía retroceder.

Querría acelerar y pasar por encima de la insoportable hilera de coches. Se limpió la cara, con la mano derecha se tocó el gorro, lo sentía pegado a su cuero cabelludo; le daba seguridad.

Si no hubiera vuelto más, si no lo hubiera perseguido insistentemente con mensajes, si no lo hubiera llamado tantas veces, si le hubiera dejado en paz, y si, y si, y si… Quiso gritar dentro del coche. Le daba igual el resto del mundo, estaba sola, se sintió como una de las miles de gotas que caían en el cristal para desaparecer en apenas segundos ante sus ojos.

— Bárbara quiero verte, me gustaría explicarte algunas cosas… -la voz profunda del profesor le pareció más sincera que otras veces-.

Corrió impaciente a sus brazos. Habría perdón, habría reconciliación, habría futuro. ¡Ilusa! Sólo era una media más dentro de su gráfico de datos.

3

La indicación de la próxima salida apenas se distinguía. En el semáforo decidió pararse a la derecha. El volante se deshacía entre sus manos nerviosas y vacilantes. Había otro vehículo estacionado en doble fila que impedía su maniobra.

— ¡Mierda! -exclamó dando un golpe sobre el claxon que generó una vibración que retumbó sobre el estrecho habitáculo.

Su teléfono no tenía batería. Se arrepintió de haber salido tan rápido, ¡como si eso fuera a cambiar las cosas! La suerte estaba echada.

Desde que cambió de Universidad el tiempo compartido fue más corto. Los encuentros se hicieron más furtivos, menos frecuentes, aunque brutalmente intensos. Resoplaban como animales, la retorcía con brusquedad, la penetraba con desesperación.

— No vuelvas a ponerte ese vestido azul. Ya te he dicho que ese color no me gusta.

Quiso recriminarle: “tú llevas una camisa azul”. Calló.

— No podré ir contigo al concierto esta vez, tengo una conferencia. “Podría acompañarte”, pensó sin emitir palabras.

— No pongas esa cara, ya sabes que no te favorece.

Llevamos dos semanas sin pasar una noche juntos, imaginó protestarle, mientras bajaba el rostro.

— Es mejor que vuelvas a casa ya, hoy no podré acompañarte.

“Quiero quedarme contigo, no quiero irme a casa sola”. Esta queja sí la emitió. La respuesta fue un pozo lleno de indiferencia.

Mientras esperaba que el semáforo cambiara de color, con el dolor del furor destapado, recordaba esa retahíla de frases y excusas que no quiso escuchar antes. En su lugar, cambió el color azul por el rojo; la queja en su rostro, por la resignación; y la compañía por la soledad de la noche.

Bárbara recordaba cómo había preparado la sorpresa. Por unos días la ilusión había vuelto a ese círculo vicioso. El acto de nombramiento de nuevos cargos de la Facultad sería el siguiente jueves, a las diez y media. Eligió el vestido rojo, se perfumó con el aroma que más le gustaba. Y se tapó el último moratón del brazo con un chal.   Esperó veinte minutos en la puerta del Salón de Actos, emocionada con el plan puesto en marcha.

A través del cristal de la entrada, Bárbara le vio aparecer. Altivo, muy atractivo con el traje azul, conversaba afablemente con la Adjunta de marketing. A pocos metros de distancia, la joven caminó para acercarse. Los ojos se cruzaron, los de Bárbara se llenaron de terror ante la frialdad de los suyos. La espalda del traje, hecho a medida, se retiraba dejando tras de sí un montón de lazos rotos.

Cuando el vehículo de atrás pitó impaciente porque el semáforo se había abierto, Bárbara se sobresaltó. Aquella humillación continuó con otras. Se sentía sin fuerzas para escapar. Los días siguientes quedaban como si todo hubiera sido un mal sueño. El dominaba, él controlaba, a él debía obedecer y sólo él volvía la cara cuando ella se quedaba llorando sobre la cama o en la sala de la chimenea, esperando un abrazo que no llegaba.

A lo lejos vio las sirenas amarillas; no podían avanzar pero inexorablemente se acercaban a ella. Un escudo en forma de serpiente de coches. Ojalá no lo hubiera tenido que hacer. Otra sorpresa, otra espera larga, otra desilusión.

— Bárbara no vengas esta noche, sabes que los viernes me gusta descansar… No, no podemos vernos en la cafetería. Estoy agotado, escúchame… no insistas.

Palabras huecas que le sonaron más duras que nunca. Necesitaba estar con él, su droga, su elixir de la felicidad. Desobedeció, como si fuera una niña ante orden de sus padres. Atravesó la ciudad bajo una dosis de locura descontrolada y subió de tres en tres los peldaños. No soportaba la mentira, no aguantaba la rabia contenida que la corroía por dentro.

Intentó abrir sin éxito; una segunda vez tampoco lo consiguió. La cerradura estaba cambiada. Ahora sí estaba segura: la engañaba. Una adjunta, una alumna, tal vez la vecina… daba igual quien fuera. Tocó el timbre insistentemente. Apenas oía nada que no fueran las voces de su desgarro.

Registró entre sus cosas buscando algo con que abrir la puerta. Unas pinzas, un mechero, un espejo. Por un segundo miró su imagen: sudorosa, con el gorro blanco en la cabeza, los dedos no respondían.

Le pareció oír algo al otro lado. Dejó de respirar, como si eso fuera posible. Se contuvo y acercó el oído a la puerta. Alguien respiraba despacio y lentamente al otro lado. Estaba segura. La puerta de madera no era suficiente muro para Bárbara. Se calmó, lo había encontrado, allí estaba, podía sentir el latido de su corazón al otro lado. Medio minuto tal vez fue suficiente.

— Estás ahí, mi amor. Ábreme, necesito verte, ábreme -la voz como un susurro se colaba por el aglomerado de la madera-, ábreme. Te prometo que me iré rápido…

Apoyó la cabeza en la puerta, tornó los ojos en espera de que del otro lado hubiera una respuesta.

3

 

Ya en el coche aún contenía la respiración recordando aquel momento. Las vueltas de la llave le parecieron más lentas que nunca. Surgió el pelo revuelto de su amado profesor. La rabia de Bárbara se tornó en rendición. Le cogió la mano que asomaba por la pequeña rendija de la puerta.

Él forzaba por mantenerla cerrada, ella por recuperarlo. Constituía un desequilibrio de fuerzas que no podía terminar bien.

            ¿Es que todo iba a salir mal para ella? Nada era igual desde que le conoció. No podía volver a su estado anterior.

            Vibración, éxtasis, posesión, todo se había vuelto inherente a su piel y a su alma.

            No le escuchó, no podía. Palabras sin sentido del otro lado.

            Parecía enfadado, y no comprendía por qué.

            No te enfades, mira mis ojos, te imploran perdón, te piden que los arranques sin piedad para no tener que verte más.

            Consiguió entrar, registró, buscando algo que no sabía qué era. Había alguien más, tenía un pálpito. Como un sabueso corrió hasta el dormitorio. Una cama con las sábanas revueltas, una almohada hundida. La luz de la lamparita de noche enfocaba la página de un libro abierto. En la puerta él la contemplaba exhausto, ni siquiera el enfado le había hecho mella. Se dio media vuelta dejando a Bárbara enfrascada en una lucha inútil.

 

4

 

La fila de coches por fin avanzaba detrás de ella. Las luces rojas emitían destellos cada vez más claros, cada vez más próximos. Su derrota se veía más irreal, ahora con el tiempo corriendo en su contra.

La siguiente salida de la carretera era la suya. Podría huir, de repente se había abierto una brecha que le permitía colarse.

            Tomó con fuerza el bolso, las llaves y el abrigo. Lo que podría haber sido un momento gozoso, era una desilusión completa. La voz del profesor tras su espalda apenas la conmovía. Los insultos, sus rechazos no significaban nada, casi no lo escuchaba. Cogió de la silla sus pertenencias, sintiendo un cansancio por todo el cuerpo. Era muy fácil volver hacia atrás, como si nada malo hubiera sucedido. Así lo haría.

            De pronto sintió que él la agarraba por la espalda, sin darse la vuelta con media sonrisa en sus labios quiso que la poseyera en ese preciso momento.

            Falso, deshecho fácil y lúgubre, palabras tristes, hirientes, duras.

            No puedo dejar de verte, no dices lo que piensas, me necesitas, lo sabes, qué pasa, ¿hay otra, hay una mujer en tu vida?, pero si yo te lo he dado todo…

            Ahora recordaba la letanía de frases que él escuchaba empujándola hacia la salida del apartamento. No era cierto que no quisiera volver a verla, no podría vivir sin ella. Entre los artilugios que rodaron por el suelo desde el bolso, el mechero llamó la atención de Bárbara.

 

5

 

             Habían tenido una noche maravillosa, bajo un cielo iluminado de fuegos artificiales que alguien hacía estallar con gracia y maestría al otro lado del puente. Abrazados sobre la barandilla contemplaron el espectáculo. Bárbara se estremeció con el recuerdo de aquella escena.

            No hubo tiempo de mucho más. Con los efectos de la locura que la joven comenzaba a sentir, bajo el manto de palabras que él emitía, con gritos y lamentos que se entremezclaban entre los dos, Bárbara encendió el mechero en actitud de violencia descontrolada.

            Decidió parar el coche antes de tomar la salida buscada desde el principio de su huida. No podía más, no podía perderse. Daba igual lo que sucediera ahora con ella, nada tenía sentido ya. Bárbara estaba rendida a su destino.

Las sirenas pasaron delante de ella, agradeciendo el gesto de ese coche que les dio paso libre. Desde dentro la chica vio alejarse la única esperanza de que alguien se diera cuenta de su gran vacío.

6

 

            Hoy comienza un nuevo curso en la facultad. Apenas tres meses no han sido suficientes para olvidar. Bárbara entra de nuevo por la puerta del edificio ilusionada con el nuevo curso. Los recuerdos de aquella tarde nefasta no se han borrado aún. Las llamas de su conciencia apenas se resienten del funesto suceso vivido con su amante. No volver a verle, no escuchar sus llamadas durante tantos meses apenas tienen significado para ella. Averiguó que estaba bien, que no le había pasado nada, e incluso ha investigado su nuevo destino. Vigilar se ha convertido en su gran pasión….

9c1bd73c655ef9ad1586e7e71a339051Si una vez lo consiguió sin quererlo, ¿por qué no iba a conseguirlo queriéndolo?

Urdió una estrategia que le absorbió tiempo y vida. Sólo un intervalo de desazón y todo volvía a tener sentido para ella.

Le seguía, le controlaba, sabía su agenda sin escribirla, conocía sus clases sin oírlas. Se convirtió en su sombra; una sombra muy alargada que sabía con quién comía, con quién se divertía el profesor que tanto la hizo disfrutar. Éste, ajeno, continuaba absorto en sus libros, en sus clases, con un ego sumido en la más absoluta soledad, que solo acompañaba de vez en cuando con alguna copa de más.

La vida de Bárbara tenía una meta que se alejaba por momentos y en otros se acercaba hasta rozarla. La atracción por el profesor era mayor cuanto más lejos se encontraba él. El recuerdo de las caricias pasadas sobre la piel pálida y lozana, se convertían en un reconfortante bálsamo para ella que constantemente repetía “sólo es cuestión de tiempo que vuelva conmigo”.