Cenicienta (2015) Por Luigi De Angelis

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El relato que hoy conocemos como Cenicienta es una expresión de la tradición oral que forma parte del acervo cultural de muchos pueblos a lo largo del tiempo y del mundo. Con variaciones en cuanto a tono y temática, la historia de la joven desdichada que, gracias a su bondad y valentía, se convierte en una princesa de inusual fulgor posee una universalidad que supera a otros relatos populares de similar importancia. Rhodopis en el antiguo Egipto, Cordelia en la vieja Bretaña, Ye Xian en China, Conkiajgharuna en Georgia, entre otros, son algunos de los mitos populares que datan de siglos y que guardan semejanzas asombrosas con el cuento que para la modernidad fue adaptado por Basile (1634) y por Perrault (1697) en el siglo XVII y por los hermanos Grimm (1812) en el siglo XIX.

Dentro del ámbito cinematográfico, la historia de la chica que con su cara llena de ceniza se mantiene fiel a sí misma, a pesar de las adversidades, ha sido objeto de numerosas adaptaciones con diversos grados de popularidad y de mérito artístico. La más exitosa en ambos aspectos es la versión de Disney de 1950. Esta adaptación; notable por su hermosa paleta de colores pasteles, una avanzada técnica en la animación de los personajes (sobre todo los vivaces ratones) y la imaginación que destila generosamente del guión; fue un auténtico suceso en la taquilla de su época. En dólares de hoy, considerando la inflación, la clásica película de Disney produjo la sorprendente suma de 840 millones de dólares, un triunfo que ratificó en su momento la idea de que el público apoya incondicionalmente esta singular fantasía romántica.

En mi caso particular, la versión de Disney de 1950 estuvo muy presente durante mis primeros años de infante con inclinaciones cinéfilas. Por razones personales y de mucho peso, Cenicienta era una película esencial en el canon cinematográfico de mi madre, quien fue desde el principio mi máxima influencia y apoyo en lo que respecta a la afición al cine. Junto con la trilogía de El Padrino (de Francis Ford Coppola), Hanna y sus hermanas (1986, de Woody Allen) y Kramer contra Kramer (1979, de Robert Benton), este clásico de Disney era visionado constantemente en casa y glosado por mi madre en determinadas escenas. Ella formulaba aclaraciones sabias sobre la atemporalidad del mensaje del cuento de Perrault, la autenticidad con la que los artistas capturaron la esencia del personaje de la madrastra, la creatividad con la que se integraban a la trama los animales parlantes y la perfección estética de algunas escenas que le dieron a la película en cuestión el carácter de “clásico del cine”.

En pleno 2015 el interés por Cenicienta no ha mermado, y Disney, el emporio de los sueños, ha concentrado sus esfuerzos en una producción que se erige como una discreta reinvención y un espléndido homenaje al clásico film animado de los 50s. Tarea difícil considerando que el mismo estudio, en su departamento de dibujos animados, fue el responsable de traducir la popular historia tradicional a lenguaje cinematográfico con apabullante éxito. No obstante, luego de ver el producto actualizado, sin cinismo ni destellos de revisionismo alguno, puedo decir con confianza que mi madre, desde su cielo apastelado, así como todos los fanáticos de la obra original, pueden estar tranquilos: la película irradia, en su sencillez y discreción, toda la poesía, belleza y encanto que convirtió a la bella joven abusada por su madrastra y hermanastras en una heroína del cine y en un símbolo de que, aun bajo las peores circunstancias, los sueños pueden ser alcanzados.

El cine-teatro de Branagh

Uno de los aciertos de esta versión con personajes de carne y hueso es la presencia del talentoso Kenneth Branagh como realizador de la obra. Branagh es un director apasionado y visionario, a la vez clásico en la ejecución de elegantes propuestas escénicas que no por ello dejan de ser vigorosas y dotadas de un marcado atractivo para el espectador moderno. Sus adaptaciones cinematográficas de obras de Shakespeare, tales como Enrique V (1989), Mucho ruido y pocas nueces (1993) y Hamlet (1996), son credenciales suficientes para llegar a la conclusión de que él es el hombre ideal para llevar a la gran pantalla un cuento de hadas dotado de una exquisitez tan rara hoy en día que produce nostalgia.

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El cine de Kenneth Branagh tiene relación con la noción de montaje de escenas propia del teatro. En consecuencia, las películas de este director poseen cuadros de un absoluto refinamiento estético en los que cada detalle se encuentra estratégicamente incorporado de tal manera que la suma de éstos transmite una sensación a partir de lo visual que está muy vinculada con la imagen de un escenario. En otras palabras, se trata de un realizador con tal habilidad para proponer escenas en términos visuales que si se congela un cuadro y se extrae un fotograma de una de sus películas, fácilmente tendremos una bella obra de arte que absorbe, comunica y conmueve al observador.

El talento del realizador se puede apreciar en su máxima expresión en Cenicienta, un entretenimiento familiar que, por el nivel de cuidado con el que ha sido confeccionado, bien puede compararse con los mejores títulos que existen dentro de este tipo específico de cine, clásicos como Mary Poppins (1964, de Robert Stevenson), La novicia rebelde (1965, de Robert Wise) y El corcel negro (1979, de Carrol Ballard). Pero claro, este tipo de comparaciones es siempre discutible y seguro que tendré detractores.

A los menos propensos a disfrutar del tipo de entretenimiento que ofrece el formato del subgénero literario de “cuento de hadas” les costará coincidir conmigo en cuanto a la perfección a la que me refiero, pero lo que no puede ser difícil para nadie es apreciar que el conjunto de la obra es efectivo en términos estéticos, pues se trata, en suma, de un film realmente bello. Por supuesto, semejante belleza no es accidental ni es responsabilidad únicamente de Branagh. Dentro del equipo contratado para la realización del film figuran nombres de la categoría de Sandy Powell, diseñadora de vestuario; Patrick Doyle, compositor de música; y, Dante Ferretti, diseñador de producción. Los aportes de estos tres maestros en sus respectivos oficios son cruciales para el resultado final.

Comunión de creadores

Sandy Powell; diseñadora de vestuario cuyos logros incluyen Shakespeare enamorado (1998, de John Madden), Lejos del cielo (2002, de Todd Haynes) y El aviador (2004, de Martin Scorsese); se caracteriza por crear ropas que no sólo visten a los personajes sino que se integran perfectamente a su carácter y se articulan a la sensación estética que proyecta la escena. Cenicienta es un lienzo que permite a Powell expresarse libremente y crear piezas de vestuario con influencia barroca, guiños a la ilustración naturalista estilo Lilian Snelling y Vera Scarth-Johnson, e inspiración en el Hollywood de los 50s. Especialmente interesante resulta su elección de vestir a Cate Blanchett, en el rol de la madrastra, como una Bette Davis arrancada de un melodrama de época. Sin embargo, la obra maestra consiste en el icónico vestido azul que usa la protagonista en la crucial escena del baile en el palacio, pues el inspirado trabajo de Powell resulta en una pieza que en determinado momento se convierte en el centro de la escena… no muchos vestidos pueden preciarse de ello.

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En lo que respecta al diseño de producción, Dante Ferretti y Francesca Lo Schiavo; usuales colaboradores de Martin Scorsese en cintas como Gangs of New York (2002), Kundun (1997) y La edad de la inocencia (1993); son los responsables de crear un mundo de ensueño para “la chica misteriosa que olvida su zapato”. Sean los espacios amplios o reducidos, estos dos expertos contribuyen a la composición de escenas ricas en detalles, donde la opulencia está al servicio de una historia llena de magia, color y energía. De igual forma, la música de Patrick Doyle, compositor asociado a la mayoría de películas de Kenneth Branagh y a cintas como Sentido y sensibilidad (1995, de Ang Lee) y Valiente (2010, de Brenda Chapman), ha creado una partitura perfecta para acentuar y complementar, con el predominio de instrumentos de cuerdas, las emociones que produce la atmósfera de cuento de hadas que el film recrea con tanto esmero.

Más allá de lo mencionado, el desarrollo estético de la obra no se limita a sus portentosos recursos visuales y musicales, sino que también se traduce en las interpretaciones logradas por un elenco generoso y atractivo. Branagh, desde su propia experiencia como intérprete, siempre se ha expresado con mucho respeto y afecto respecto de los actores y siempre les ha considerado importantes para el resultado de una obra. En el caso de esta película, las elecciones en el reparto no son accidentales y la presencia de los cándidos rostros de Lily James y Richard Madden frente a la experiencia de actores de la envergadura de Cate Blanchett, Helena Bonham Carter y Derek Jacobi, es bienvenida y produce un sano equilibrio.

Lily James es la Cenicienta perfecta. Con su larguísimo cuello, cejas oscuras y pobladas, cabello rubio como el maíz y formas de una delicadeza de porcelana francesa, registra frente a la cámara la elegancia de una princesa y una belleza accesible que, por su ausencia de artificios, se manifiesta con naturalidad. Además de su fisonomía apropiada para el papel, James ha elegido interpretar a su Cenicienta con el espíritu valiente y romántico de una joven heroína de época, lo cual me recuerda a Kate Winslet y Gwyneth Paltrow hace casi veinte años, sin que por ello el trabajo de la actriz deje de ser auténtico y de su completa autoría. De igual forma, Richard Madden trasciende de las limitaciones de su papel de príncipe azul y le inyecta la profundidad y el sentido del humor de los cuales carecía por completo la brevísima aparición de este mismo personaje en la versión animada de 1950.

cenicienta-2015-imagen-20Cate Blanchett se divierte a rabiar en el rol de Lady Tremaine, la madrastra de la pobre Cenicienta. Con una risa característica, la actitud de una arpía perversa y la sofisticación camp de Joan Crawford, su presencia en el film es crucial y su maravilloso dominio del lenguaje corporal la confirma como una de aquellas actrices capaces de conferir peso y reinterpretar incluso a los personajes más rutinarios. En las manos de Blanchett, el clásico rol de la villana no es unidimensional en lo absoluto. Por su parte, la excentricidad de Helena Bonham Carter es bien utilizada en su única escena. Su personificación del hada madrina es cómica y complementa de forma creativa e interesante el momento en el que la cinta se regodea completamente en el elemento fantástico de la historia. Finalmente, Derek Jacobi, un actor shakesperiano con una trayectoria actoral de 54 años, interpreta al rey preocupado por el futuro de su hijo y de su pueblo con la facilidad de la que sólo un grande se puede dar el lujo. Jacobi hace que lo difícil parezca fácil e interpreta sus escenas con las dosis exactas de carisma y drama que requiere su breve pero conmovedor papel.

Máximo esplendor

El cine nos debía una película como esta versión de Cenicienta. Kenneth Branagh es un genio para enfatizar los momentos gloriosos y con su perspicacia ha sido capaz de identificarlos en esta cinta. La magia de este cuento reposa sobre dos escenas seguidas: la de la transformación del vestido hecho harapos y la aparición de la heroína en el baile. Branagh recrea estos dos momentos con un despliegue de recursos y con un sentido de la estética tan bien desarrollados que logra secuencias memorables, a la par de las del clásico animado al que le rinde un elegante homenaje.

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Ver a una Cenicienta perfecta, con el corazón henchido de emoción, con la mirada del mundo sobre ella y su figura vestida por un vaporoso vestido azul, bajando las escaleras en medio de un espectáculo musical y cromático en su máximo esplendor… eso, señoras y señores, eso es cine. Disney lo ha conseguido una vez más, recuperando para el presente la gloria dorada de su pasado; por eso, como ya lo he dicho, el viejo Walt, donde sea que esté, debe estar feliz.

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