El regalo de Navidad Por María José Prats

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Faltaba una semana para la Navidad, y en la Asociación de mujeres cooperantes se organizó una fiesta para el asilo de ancianos.

María les sugirió que preparasen algún plato, y acudieran personalmente a atender a los ancianos. Unas dijeron que prepararían un pastel; otras se encargarían de elaborar un sabroso ponche; pero la mayoría comentó que seguramente no tendrían tiempo para asistir a la fiesta.

Cuando llegó el día señalado, tan sólo se habían presentado ocho voluntarias para ocuparse de casi doscientas personas.

Elena, la presidenta de la Asociación, se encontraba en el amplio salón del centro, colocando sobre una larga mesa cubierta por un fino mantel con motivos navideños, las cosas que iban trayendo. María preparaba el ponche y cortaba los pasteles; y el resto de señoras adornaban las paredes con guirnaldas y luces, organizaban sillas y realizaban diversas tareas para lograr la mejor fiesta posible.

María estaba malhumorada por la falta de colaboración de la mayoría de los cooperantes, pero el cálido rostro de Elena hizo que borrara su resentimiento, y le pidió que les llevara la merienda a quienes no podían levantarse de la cama.

Cogió una bandeja, la llenó de vasos de ponche y trozos de pastel, al tiempo que empezaba a sonar la música. Algunos ancianos que —con fatigados ojos— observaban en silencio los movimientos de las mujeres, comenzaron a cantar villancicos, a reír y a bailar al compás de los acordes de la alegre melodía que inundaba el salón.

Mientras tanto, ella se pasó la tarde de un lado a otro, corriendo, subiendo y bajando escaleras por todas las alas del edificio, llevando bandejas, entregando una bolsa de caramelos y un regalo a cada uno de los internos sin apenas mirarles.

Las piernas le dolían y se sentía muy cansada, deseaba acabar cuanto antes y regresar junto a los demás. Se apoyó en la pared antes de entrar en la habitación situada al fondo del pasillo. Respiró profundamente y entró. Se encontró con una viejecita que llevaba un vestido de flores, descolorido y rasgado, que con mucha educación le preguntó:

—¿Tendría la bondad de cambiarme el regalo?

Se volvió y con voz enojada le respondió:

—¿Cambiarle el regalo? ¿Por qué? ¿Es que le ha tocado algo de hombre?

—No, no… es que me tocaron unas perlas. Las perlas representan lágrimas, y yo… ya no quiero más lágrimas.

María pensó que era una superstición de lo más tonta, y le dijo que en ese momento no podía, quizás… luego, cuando terminara de atender a todos.

Se fue a llenar más bandejas y se olvidó de la mujer.

Y así llegó a la última planta, la más cercana a la buhardilla. Con la espalda empujó la puerta de una de las habitaciones, y una vez dentro se estremeció de tal manera que sus manos temblaron y la bandeja cayó al suelo con gran estrépito.

En aquel cuarto, feo y deslucido, acostada en un camastro entre sábanas grises y con un camisón raído, se encontraba una señora a la que confundió con su propia madre:

—¡No puede ser! ¡Mi madre está muerta! Y de estar viva no estaría aquí, entre pobres y enfermos sin familia que no tienen donde estar.

Los ojos le estaban haciendo una jugarreta, y pensó que sería por el cansancio. Los cerró y al abrirlos de nuevo pudo ver que la mujer demacrada no era su madre, sino alguien de cabello gris y ojos azules que se parecía mucho. Se preguntó qué le habría pasado por la cabeza para imaginar que era su madre. El pecho parecía estallarle, y notó que le faltaba el aire. Sin pronunciar palabra salió del cuarto lo más rápido que pudo. Caminó a toda prisa por el oscuro pasillo mordiéndose los labios.

Al llegar al salón, su compañera Elena observó su expresión de tristeza.

—¿Qué te pasa, María?

—Es que… acabo de ver a mi madre en un cuarto…

—Vamos a ver, mujer, eso no puede ser, lo que te pasa es que estás agotada. Siéntate, y descansa.

Varias personas se acercaron para mimarla con caricias y palabras de cariño. Pero parecía no oír a nadie. Se dirigió a un descansillo, donde casi no había luz, lejos del salón.

—¿Qué me está pasando? ¿Me estoy volviendo loca?

Tomó aire y se enjuagó las lágrimas. Elena, que la había visto alejarse, se acercó a ella, la miró, y le dijo:

—María, ya has hecho bastante por hoy. ¿Por qué no regresas a casa? Ya nos arreglamos nosotras.

—No, Elena, no me pidas que me vaya. En realidad creo que debo continuar o más bien empezar de nuevo.

Y se dispuso a seguir la ronda llenando las bandejas con las meriendas. Preguntó a su compañera si quedaba algún regalo de señora, porque tenía que cambiar uno. La muchacha le dio una cajita de raso blanco que contenía un broche en forma de corazón, y María se alejó con rapidez.

Buscó entre los ancianos a la que le había pedido cambiar el regalo; la encontró entre los demás cantando villancicos y con cara sonriente. Se acercó a ella y le entregó el pequeño paquete.

Las arrugadas manos de la anciana cogieron la caja y la abrió. Sus ojos se iluminaron y miró a María con ternura sonriendo de oreja a oreja.

—Muchas gracias, señorita, es precioso.

—Deje que se lo coloque, y… deme esas perlas que ninguna falta hacen las lágrimas en Navidad.

Pero aún le quedaba algo pendiente, quiso volver al cuarto de la planta alta. De alguna forma tenía que darle las gracias a aquella paciente, pero no sabía cómo.

Empujó la puerta y se encontró a la señora sentada en la cama, comiéndose el pastel.

—Qué bien que haya venido, quería agradecerle a usted y a las demás señoras por hacernos la fiesta. Me gustaría regalarle algo, pero no tengo nada que pueda ofrecerle. ¿Le puedo cantar una canción?elder_abuse (4 hands)

María se sentó al lado de la anciana y ésta entonó, con voz chillona, una antigua copla de drama y soledad. El resplandor de sus ojos llorosos, y la fuerza de sus manos moviéndose como si de una tonadillera se tratase, brotó con una vitalidad contagiosa invadiendo la habitación y el corazón de María.

De regreso a casa, se dirigió a la cómoda y cogió el retrato de su madre, lo mantuvo apretado contra su pecho, se tumbó en la cama y cerró los ojos.

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