El vagabundo. Relato de Ana Riera

Algo atrajo mi atención hacia él, aunque no habría podido decir exactamente qué. Estaba sentado sobre unos cartones viejos con manchas aceitosas y tenía la espalda apoyada en la pared. Me fijé en sus zapatos, que estaban desparejados. Uno era bajo, tipo mocasín. El otro era una bota con cordones, que colgaban inertes a los lados. Del primero asomaba un calcetín a rayas que desaparecía bajo la pernera. En el otro pie, era la bota la que engullía sin miramientos la pernera. Los pantalones, a pesar de ser anchos, se apelmazaban alrededor de sus piernas, como si intuyeran que debían protegerlas de las inclemencias. Se veían bastante raídos y muy sucios. Una cuerda correosa hacía las veces de cinturón improvisado.

 

Carboncillo de Jorge Nobre Alves, Perú, 2011.

 

También sus manos estaban desparejadas La derecha contaba con la protección de un guante de lana deshilachado. La izquierda, en cambio, permanecía escondida en el bolsillo del pantalón, probablemente porque la llevaba desnuda. Mis ojos ascendieron lentamente hasta su torso. Lo llevaba enfundado en varias capas de ropa que asomaban desordenadas por el desgastado abrigo, que era de un apagado color gris. También asomaba por allí parte de su cuello. Me fijé en su piel curtida por las inclemencias. Estaba surcada de profundas arrugas, que con cada pequeño movimiento se desplazaban como olas propulsadas por el viento.

Apenas podía verle la cara porque llevaba un gorro calado hasta las orejas y tenía la cabeza inclinada hacia delante, como si no le interesara nada de lo que ocurría a su alrededor. O como si ya lo hubiera visto todo y nada pudiera sorprenderlo. Parapetada tras la marquesina del autobús seguí observándole en silencio. Era consciente que, de algún modo, estaba invadiendo su intimidad, pero había algo, una fuerza invisible, que me impedía apartar la vista de su figura.

Decidí alejarme para librarme de su influjo hipnótico. Iba a darme la vuelta, decidida, cuando por primera vez desde que le observaba, levantó la cabeza y pude verle la cara. Era más joven de lo que había imaginado, aunque a la vez parecía un anciano. Tenía una barba descuidada y por debajo de la gorra asomaban unos cabellos apelmazados y sin brillo, todavía oscuros, aunque surcados ya de alguna cana. Sus mofletes estaban caídos, como si le sobrara piel o le faltara carne.

Fue entonces cuando miró en mi dirección. Nuestros ojos se encontraron durante unos breves segundos. Me esperaba una mirada vacía y triste, que condensara toda la dureza, la soledad infinita, de vivir en la calle. Pero no fue así. Sus ojos estaban llenos de vida y desprendían una energía rebosante de esperanza que logró hacerme sentir en paz con el mundo.

 

Monumento a botas de vagabundo. Cartagena de Indias, Colombia.

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