Lluvia con olor a limón. Relato de Elisa Pérez

La carretera se iba abriendo entre el entramado de vegetación que componía el paisaje; al fondo el horizonte se mostraba cada vez más cercano.

Rubén había buscado ese lugar. Dentro de su minuciosidad habitual se había decantado por un pequeño hotel alejado de la ciudad, lo suficiente como para desaparecer durante un fin de semana sin necesidad de dar muchas explicaciones.

Cuando Jorge le contactó no podía dar crédito. Su confidente de la adolescencia le había localizado tras una búsqueda incansable, le confesó eufórico.

         — ¿Te acuerdas del pelirrojo que siempre te pedía ayuda en los exámenes? –esa inconfundible risa le rememoró inmediatamente otra época.

Allí estaba él, Jorge Peláez Durán. Su amigo de la infancia que desapareció un buen día hace más de diez años, llevándose con él los deliciosos bizcochos de limón que su madre les hacía para merendar.

         —¿Jorge? ¡Eres tú… no me lo puedo creer! Increíble. ¿Cómo me has localizado?

         —Eso da igual ahora. Nos vemos, ¿no?

El ímpetu en la voz de Jorge resultó contagioso para Rubén que no pudo resistirse a quedar, tras breves conversaciones por teléfono.

Mientras sujetaba fuertemente el volante, tenía ciertas dudas sobre su decisión. Las ramas rozaban el cristal delantero, fruto del viento huracanado que iba en aumento a medida que avanzaba. Esa llamada, ese encuentro, le tenía intranquilo. Hacía demasiado que no pensaba en el pasado.

—¡Ponte inmediatamente en alguno de los grupos que se han formado! ¡Vamos! ¡Vamos, te he dicho! –la voz del profesor de educación física le hacía temblar cada vez que iniciaba alguno de los ejercicios de gimnasia o deporte programados–. La mayoría de los alumnos le seguían sin más; Rubén le odiaba. No le gustaba el deporte. Tu cuerpo no está dotado para el movimiento, pareces un auténtico pingüino… repetía su abuelo materno cada vez que le veía correr de forma patosa entre sus primos y primas; a continuación, intentaba contagiar su dominio a los demás con una sonrojante carcajada. Todos menos su madre, asentían ante el dominio del patriarca. Ella en cambio siempre le defendía con alguna frase o excusa que quedara por encima de la ruinosa ironía del abuelo. Lástima que ni uno ni otro resistieran los avatares que la vida les dispuso: el abuelo no sobrevivió a un cáncer de pulmón que se lo llevó entre maldiciones y escupitajos de sangre en apenas tres meses; y su madre no pudo aguantar la dureza de una vida injusta, sola con un hijo al que se esforzó en entender y proteger por encima de todo.

         La naturaleza estaba mostrando toda su fiereza. La lluvia iba en aumento, las gotas impedían divisar los límites de la carretera , y las rachas de viento hacían imposible descuidar un segundo las manos del volante .

         —¿Te parece bien un hotel a las afueras?

         — Vale, busca uno y me das la dirección. Allí nos encontraremos.

Jorge, quince años después, parecía el mismo. Seguro, relajado y decidido a hacer lo que le apetecía cuando le apetecía.

         — No hagas caso de lo que te dice ese memo. A mí tampoco me gusta la gimnasia. Y ya está.

Mientras recordaba esas palabras,  Rubén se preguntó  si aún conservaría esa espalda vencida, esas lentes de gran volumen o aquellas manos regordetas con las que le era imposible atrapar cualquier balón. Sin embargo, nunca le vio sufrir con las frases dolorosas del profesor o los compañeros. Le admiraba por su indiferencia, por su desenvoltura y hasta por su madre a la que comparaba irremediablemente con la suya.

A pesar de la dificultad de la marcha, por fin se divisaba la indicación hacia el hotel.

De nuevo miró desolado hacia el cielo. La solemnidad de las nubes dulces y amables, se habían tornado amenazadoras. Le entraron enormes ganas de retroceder pero el camino de vuelta parecía más aterrador aún. Todo el cielo se había ido llenando de cúmulos irregulares dispuestos a romperse en cualquier momento.

 

 

Recordó  que también llovía el día que Jorge se marchó de la ciudad. Fue una despedida sin palabras ni explicaciones, sólo unas miradas cruzadas de incredulidad por parte de Rubén y de expectación para Jorge. El intercambio de cartas y mensajes se fue distanciando hasta desaparecer quedando solo el poso de una amistad que siendo especial para ambos, significó algo más para Jorge.

Cuando ya estaba dentro del camino de gravilla convertido en un lodazal inestable, un violento relámpago se coló entre las nubes, para iluminar la oscuridad de una tarde que había ido mutando a noche cerrada. Se preparó para el trueno que sucedería irremediablemente después. No le defraudó. Un ruido atronador, que le hizo estremecerse, retumbó dentro y fuera del coche.

No le había costado acceder a la idea de reencontrarse que le propuso su amigo. Y sentía bastante curiosidad comprobar si seguiría con su pelo desordenado y rizado, o su imagen descuidada con ropa ancha y cromática.

Se encontraba delante de la puerta del hotel rural. No se atrevía a bajar del vehículo. No sabía si por  la lluvia que caía con tanta violencia que le empaparía en el corto trayecto hasta la puerta; o por lo que se suponía que le esperaba durante el fin de semana. Estaba comenzando a arrepentirse de haber llegado hasta allí. Deberían haber pospuesto el viaje, pero –como cuando eran adolescentes– la insistencia de Jorge era inquietante.

         —¿No me digas que no te habías dado cuenta? –le preguntó Jorge mientras le acariciaba el cabello tras un cálido beso en el cuello– me has gustado desde el día en que te vi con esa forma de correr tan característica.

Rubén no entendió qué estaba pasando. Era normal que estudiaran juntos en casa de Jorge; constituía la única manera de repasar quebrados y otras memeces, repetía jocosamente éste mirando con desinterés su cuaderno. Le pareció lógico notar su aliento caliente en la nuca. Poco a poco el ambiente se mezcló del olor a limón del bizcocho que la madre de su amigo les había subido hasta la habitación, con el cúmulo de sensaciones que circulaban del estómago a su cabeza. El beso de Jorge sobre sus labios fue dulce y sabroso. Rubén transitó entre los escalofríos por que aquello durara más y el desconcierto por el fluir de los hechos. En un momento dado, se paró cogiendo la mano de Jorge que se había introducido pícaramente por su entrepierna, tomó su cartera y sin mirar atrás ante los reclamos del otro, salió corriendo de aquella casa.

Dos semanas después se despidieron para lo que sería una larga temporada. Las palabras mudas dejaron aquella tarde inconclusa.

         — ¡Ya estás aquí, tío! Vaya tiempecito, ¿verdad? ¡No me puedo creer que estemos otra vez juntos!

Rubén tuvo que bajarse sin demora del vehículo. Su amigo le empujaba a salir. Poco le importaba estar sin paraguas o mancharse de barro hasta las rodillas.

A Rubén le pareció más pequeño y reducido, aunque seguía con la ropa ancha y colorida. Un guardapolvo azul le llegaba hasta casi los pies. El abrazo con que le recibió casi le provocó una fractura de costillas. Jorge parecía fuerte, aunque Rubén dudaba que fuera por hacer el ejercicio que no le gustaba practicar. Los quince años transcurridos se esfumaron en medio de esos brazos entrelazados.

         — Vayamos dentro, te estaba esperando hace rato –Jorge cogió de la mano a Rubén que sintió de nuevo ese escalofrío que le llevó a huir aquel día de su casa mientras estudiaban–.

La sucesión de truenos y relámpagos se sucedían; tras intervalos pequeños en los que cabía pensar que la tormenta iba a llegar a su fin pronto, regresaban de forma más virulenta, rompiendo la escasa calma que reinaba en el pequeño hotel. De fondo, la música de la lluvia se imponía sobre cualquier otro ruido.

Ya en la recepción, Rubén tuvo tiempo de mirar a Jorge que hablaba animosamente con alguien. Su espalda estaba más erguida y las gafas eran más delgadas. Quizás se haya operado de la vista, concluyó en un pensamiento absurdo e inoportuno en ese momento. Se dio cuenta de que no era muy diferente a la persona con la que,  siendo adolescente, se acariciaba a solas entre trozos de un delicioso bizcocho de limón.

         —Toma tu llave, yo estoy al lado. Me alegro tanto de que, por fin, pasemos juntos este fin de semana. Descansa esta noche, que mañana me tienes que contar muchas cosas de ti.

Rubén le devolvió la sonrisa de forma menos efusiva. ¿Contarle cosas? Quince años son muchos, cierto, pero, ¿qué tenía que contarle?

         — ¿Sabes que estás muy guapo? ¿Te cuidas, verdad? no hay más que ver esos potentes brazos. –Jorge emitió una gran carcajada sin importarle que en la planta de abajo pudieran escucharle. Sin mediar más palabras desapareció en su habitación–.

A Rubén le costó mucho dormirse. El dueño del hotel les había avisado que afuera la situación era complicada y quizás no pudieran salir. Eso le trastocó sus planes. ¿Qué iban a hacer allí?

         Esa pregunta la emitió en voz alta mientras subían a sus habitaciones para dormir.

         —Hay cosas que no se pueden evitar. Sólo queda adaptarse y aceptarlas. Así es que, disfrutemos de este lugar, es bonito. Ah, y si te da miedo la tormenta, estoy aquí al lado –lo dijo casi como un susurro.

Al despertarse, las luces de un nuevo día querían abrirse camino entre el manto de agua que seguía incesante.

         —No te preocupes, tenemos mucho de qué hablar –la emoción de Jorge comenzaba a agobiar a Rubén. Se mantenía imperturbable, nada parecía afectarle–. La situación es complicada pero en algún momento parará. –Sus ojos no denotaban preocupación, al contrario, masticaba plácidamente una gruesa rebanada de pan. Rubén fue incapaz de comer nada, sólo una taza de café humeante.

Desde su habitación, Rubén estaba parado mirando a través de los cristales cómo las gotas de lluvia impedían divisar con claridad las lomas y los montes del horizonte. Nada hacía pensar que la tormenta terminara en breve. El camino sigue anegado por el barro y la maleza. Esta frase del dueño del hotel destruyó para Rubén las pocas esperanzas de que el domingo fuera un poco más amable.

De la ilusión por las expectativas del reencuentro, pasó a la desesperación; se sentía prisionero entre la poderosa naturaleza y la confusa ternura que Jorge le demostraba mientras le relataba cómo había sido su vida. Todo resultaba extraño, hasta la chimenea humeante, los visillos blancos o la comida casera de aquel hotel le parecían insólitos. Se había acostumbrado a vivir bien solo, rodeado de pocas cosas y, sobre todo, sin mucha gente cerca. Por el contrario, Jorge parecía disfrutarlo todo. Era trabajador social en una zona humilde, vivía con dos personas más y compartía cualquier oportunidad para estar con amigos.

         — … Pensé que era el momento de recuperar el tiempo perdido.

         — Jorge, ¿no tienes pareja?

         — Y tú, ¿estás con alguien? –el juego del ratón y el gato le encantaba a Jorge que rozó la mano de su amigo.

         — Sí, salgo con una chica hace un año –mintió–. ¿Y tú?… No me has contestado. No me puedo creer que no estés con alguien.

         — He tenido bastantes relaciones, aún las tengo. Pero soy libre.

Estas frases resonaban en la mente de Rubén como golpes de un tambor que no cesa. Nunca le gustaron los juegos, ni los deportes, y no aguantaba la presión. Por eso trabajaba en casa a un ritmo que cumplía con precisión militar.

Rubén se levantó de la mesa. Sentía calor y al momento una corriente de frío le recorría cual torrente de hielo.

         — La situación está igual que hace una hora. Imposible, señor, aún llueve, y no se han podido limpiar los caminos.

La insistencia de Rubén pareció molestar al dueño del hotel.

         — No te reconozco con ese carácter, Rubén, siempre pareciste más paciente –la lluvia cesará pronto-, repitió Jorge acercándose un poco más a él–. Mira te voy a enseñar mi nuevo proyecto.

No creo que lo buscara ni siquiera que lo quisiera pero allí estaba en la habitación de Jorge, tras un almuerzo ligero. Como en cualquier tarde del pasado, se vio explicándole de nuevo matemáticas sintiendo que el otro apenas le hacía caso. En esas tardes pensaba que era vaguería, ahora no sabría cómo definirlo.

— ¿Ves? Aquí es donde quiero hacer mi vida. Justo en este punto, quiero ponerlo en marcha. Me ilusiona mucho este proyecto.

— Suena bien, Jorge: construir un pozo, contribuir al bienestar de otros, ayudar a la gente… te pega, te pega mucho.

— ¿¡Que me pega!? ¿Así me ves? ¿Como un pegamento? Venga, tío, di algo más… no sé, algo más expresivo. Necesito irme fuera, y África me parece lo mejor.

Rubén seguía mirando hacia los cristales. Le vio acercarse a él por detrás. Con los ojos demasiado próximos, casi podía ver su fondo. Su color verdoso siempre le pareció evocador. Jorge posó las manos sobre sus hombros.

— ¿Te vendrías conmigo?

— ¿Yo? –ahora el que quería reír era Rubén. Jamás dejaría la seguridad de una casa, ni de un trabajo estable.

— Sí, tú, no hay nadie más aquí. Y además tenemos algo pendiente y qué mejor que hacerlo lejos.

Rubén no podía dejar de mirarle. No se movió mientras le escuchaba. De fondo un ligero repiqueteo interrumpía el silencio que se produjo antes de que Jorge continuara.

— Supongo que no ignoras que siempre me gustaste. Nunca te he olvidado. He conocido a muchos chicos pero ese aire patoso y débil que tienes, me vuelve loco.

Con una mano atrajo a Rubén hacía él que se rindió ante un beso reparador.

— No sé si quiero estar con un hombre… Contigo.

— Yo creo que sí lo sabes  –esta vez le atrajo con mayor fuerza de forma que los cuerpos de ambos quedaron pegados cual lapas. Rubén notó cómo sus músculos encogidos durante estos dos últimos días, se iban relajando a medida que Jorge le acariciaba la espalda. Un hilo de bienestar le hizo cerrar los ojos.

Fuera la tormenta había escampado por completo. Un ligero rayo de sol se coló por la ventana. Por fin el camino se podía transitar. Rubén se montó en su vehículo con más dudas en su cabeza de las que tenía antes de aquel fin de semana. No se había atrevido a dar una respuesta a Jorge antes de salir del hotel con encanto. No le gustaba correr, no quería hacerlo en una decisión así. Pero, al mirarle a su lado escuchando música con los ojos cerrados, sintió terror por si volvía a desaparecer. Avanzando despacio entre la carretera solitaria, soltó la mano derecha del volante por un segundo para depositarla sobre el pantalón de cuadros de su amigo.

Por un momento le pareció que todo olía a limón del pastel que hacía su madre.

 

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