El mareo Por Elisa Pérez

La sensación de mareo volvió de nuevo. Las imágenes parecían distorsionarse a su alrededor, las líneas se difuminaban. Por un minuto cesó su actividad, miró a través del cristal de su despacho, se aflojó un poco la corbata. Un rato que no acababa nunca, el aire se le hacía más denso, apenas cabía en sus fosas nasales que se empequeñecían ante cada bocanada de oxígeno.

El teléfono interrumpió de forma prodigiosa la tortura que la fatiga había iniciado dentro de Ramón.

  • Sí, sí, claro, ahora mismo voy –las palabras parecían balbuceos, articulaba con dificultad.

Al otro lado del cristal, la secretaria desesperaba, ruborizada, señalando el reloj pulsera, única manera que encontró para indicarle que el tiempo corría, que se diera prisa, que le estaban esperando en la sala de reuniones.

Casi trastabilla con la silla al levantarse. Sin embargo, al erguirse su cuerpo recobró por un instante el equilibrio perdido, sintiendo que el oxígeno de nuevo recorría con fluidez sus arterias.

Tenía que llegar con dignidad, portando su conocida sonrisa de hombre confiado, seguro de sí mismo. La corbata de rombos azules y amarillos le había parecido la mejor opción. Era elegante y moderna. La reunión con nuevos inversores era muy importante para el gabinete.

Al levantarse esa mañana, lo primero que hizo fue recoger los documentos que había estado repasando la noche anterior, y que fue esparciendo por toda la habitación. Apenas había dormido, o más bien dio cabezadas de las que resurgía sobresaltado, ni despierto ni dormido, con un pánico que fue acrecentándose a lo largo de la jornada, sumando pequeñas sensaciones incómodas, angustias solapadas, sombras que parecían venir de la nada, de ninguna parte, y que por eso resultaban más inquietantes.

Una fuerte punzada en la sien derecha provocó que por un segundo dejara de pensar en lo que le estaba sucediendo. Pero esa punzada fue seguida por otra y por una tercera en las que las noticias de la radio mañanera derivaron en ondas cilíndricas que retumbaban contra su cráneo.

Un ligero sudor bañó su frente a pesar de que el agua de la ducha resbalaba por su cuerpo intentando arrastrar la inexistente suciedad de un ejecutivo brillante.

Con el café parecieron cesar las extrañas sensaciones que tenía desde que se había despertado. Había sido una mala noche. A punto de entrar en su coche, un ligero vahído le hizo cambiar de opinión. Se acomodó en un taxi que le buscó el portero de su edificio. Lo fue a buscar a la esquina. Mientras esperaba descubría una ciudad ruidosa, atormentada, llena de gente a punto de atropellarse; le hubiera gustado fumar como en su juventud: a la menor inquietud un buen cigarrillo rubio parecía despejar todas las preocupaciones. ¿Qué preocupaciones tengo yo?, se preguntó sin hallar respuesta. Le molestó el tráfico, la bruma de una mañana plomiza, cargada de nubes amenazantes de tormenta.

Al salir del coche y saludar al personal de puerta y recepción de la empresa, se notó lento, torpe, con un deseo imperioso de salir corriendo. Se dejó llevar por el fogonazo de su fiesta de cumpleaños. “No te preocupes si te sientes raro, cumplir los 45 tiene esas cosas”. Sus escasos amigos le avisaron, no sin malsana envidia, de que nada sería igual en su nueva etapa de hombre triunfador y solitario, sin las pesadas cadenas de hacerse cargo de una familia, y con la ventaja enorme de su caudalosa fortuna.
Como de costumbre, su eficaz secretaria había dejado sobre el escritorio los tres periódicos habituales, uno de España, otro de Reino Unido y un tercero de Alemania, junto a sus actividades y compromisos hasta caer la noche, perfectamente escritas con tres colores, según su importancia.

Había visto llegar al director desde su asiento, hacía tiempo que le iba aumentando su nivel de exigencia: proyectos, objetivos, cuotas, balances… un desfile de términos con los que se encontraba cada vez más comprometido y muy a gusto, pero que de pronto se sentía ajeno, como un incompetente, fuera de juego, en absoluto el ganador nato que siempre había sido. El esfuerzo recompensaba y las satisfacciones le permitían un nivel de vida altísimo, exitosos viajes de negocios y cada tanto de puro placer, vacaciones doradas en verano…

Una gota de sudor frío surgió entre la maraña de su cabello engominado, bajando por el lateral de su cara.

  • Señor Martos, le están esperando desde hace más de quince minutos. El director comienza a impacientarse.

A Luisa le enternecía este nuevo hombre, por lo común altivo, arrogante, ahora dubitativo, como asustado, ajustándose la chaqueta de rayas, intentando recomponer su figura por lo general perfecta y hoy extrañamente vacilante.

Una punzada más fuerte le hizo fruncir el ceño. Una corriente eléctrica se extendió como un torrente por su cabeza, alcanzando la columna vertebral. Tuvo que sentarse de nuevo. Las manos apretadas con fuerza a ambos lados de la cabeza ya era un gesto inútil que le tornaba patético.

  • ¡Ay, señor, creo que voy a llamar al médico de la empresa!

Un leve movimiento de negación con la cabeza del otro lado de la mesa no tranquilizó a Luisa. Ahora, tan vencido, se hacía más urgente su antiguo deseo de tocarle, de acariciar esas suaves y cuidadas manos. Como siempre, se contuvo. Le miró muy preocupada. Apenas reconocía al hombre entero que le transmitía sin cesar mensajes, pedidos de documentos, solicitud de gestiones administrativas, siempre frío, distante, aunque rara vez se dejaba llevar por algún que otro grito.

En muchas ocasiones había sufrido el despotismo de ese jefe que se comportaba con ella de forma implacable. Aun así le gustaba trabajar a su lado, demasiado cerca a veces. Le encantaba su olor, su aliento mientras la daba indicaciones o le mostraba un escrito. Le veía como un hombre muy sensual al que solo ella transmitía ternura por su soledad consentida. Esta soledad era lo que más le atraía, todas las mujeres de su vida no fueron más que murmuraciones en un comportamiento de perfecta discreción.

Unos ligeros golpes en el cristal del despacho sonaron rompiendo la atmósfera angustiosa que se había creado. Ramón Martos respiraba con dificultad, daba la impresión que podía desmayarse en cualquier momento. Luisa se volvió, alarmada. Se pegó a él como a punto de tocarlo, agarrarle, quizás abrazarlo.

  • Vamos, ya estoy mejor, déjame pasar – un ligero golpe en el brazo hizo que ante el paso firme de Ramón, la mujer se ladeara. Sintió que ese día el perfume de costumbre no dejaba rastro.

Mientras avanzaba por el pasillo, la puerta de la sala de reuniones se iba alejando cada vez más. Los latidos dolorosos se incrementaban en su cabeza. Detrás de él la joven inseparable le miraba, quería y debía protegerlo. Le notaba inestable más allá de lo evidente, en un mundo interior del que lo ignoraba todo. Su paso seguro, su caminar firme estaba flaqueando.

Desde el fondo, el director había salido al pasillo. Los movimientos de sus manos eran nerviosos ademanes que denotaban preocupación, enfado incluso. Llevaban más de veinte minutos de retraso en la reunión. Los inversores fueron muy puntuales. Ellos no, Ramón no. Por primera vez en su vida.

Un golpe. Un cristal roto. Una pausa en el caminar de la secretaria. Las manos del director se quedaron quietas, inmóviles. Ramón yacía en el suelo. Una nube blanca se fue apoderando velozmente de su mente hasta hacerle perder el conocimiento. Inmóvil sobre la tarima del larguísimo pasillo testigo del desvanecimiento del Jefe de operaciones internacionales. Los inversores decidieron dejar la reunión para otro día. Las luces rojas intermitentes se acercaban al edificio. La admirable secretaria había llamado a emergencias, angustiada, llorando, culpabilizándose por no haberlo hecho antes. Su jefe yacía en el suelo, respiraba aún, por favor dense prisa, es urgente. El director despidió a los inversores con signos de contrariedad. Desde el suelo Ramón ya no sentía los fuertes latidos en su sien derecha. Desde un lugar impreciso escuchaba con eco los lamentos y las preguntas sin respuesta de su secretaria. Quiso decirle algo antes de que todo se oscureciera definitivamente a su alrededor.