A ciegas Por Elisa Pérez

La mesa de la esquina fue la elegida por Berta para esperar. Le encantaba observar a los demás. Ojalá tuviera un trabajo así. Desde su puesto vio aproximarse a un chico: “no, demasiado joven para mí”. El camarero acompañaba a un hombre vestido elegantemente con traje diplomático, que resultaba anacrónico con el ambiente de ese restaurante rural y colorido: “que no sea ese por Dios, qué mayor”. Puso el bolso amarillo encima de la mesa. Era la señal. “puff, de todas formas él no puede ser, aún no me he identificado”, se regocijó lanzando una sonrisa a quien podría ser el destinatario de su inmediata victoria: “¡uy sí, que sí, que sea aquel, que sea aquel!”. Le hubiera gustado gritar con entusiasmo infantil ante el maduro con pantalón vaquero que se cruzó junto a su mesa para ir al aseo, pero rápidamente sintió que su cara se deformaba en un rictus pálido, pasando de la euforia a la más severa derrota: “ni siquiera me ha mirado”. Se retocó los labios, quiso sacar el espejo para repasarlos, pero se contuvo, “tal vez yo misma vaya al aseo para ponerme a tono, no, mejor, no, no sea cosa que por un minuto pierda una buena ocasión”. El camarero le sirvió la bebida fría que había pedido. “qué chulada de tatuaje lleva en la muñeca, qué manos tan bonitas, largas, huesudas… ¿y si yo me hiciera uno en el cuello, no sé, un cisne por ejemplo?”. La respuesta estaba clara: no se atrevería a llamar la atención, pero en ese instante, con la excusa de darle el consabido “muchas gracias” se atrevió a mirar el cuerpo entero del servicial profesional del restaurante, clavándole los ojos en su atractiva cara, un poco rara.

Jorge llevaba trabajando en ese restaurante desde hacía seis años. Era un local de moda. Para él constituía su medio de vida, la fuente de la tranquilidad buscada desde que retornó de Inglaterra. No le disgustaba poner y quitar platos, limpiar mesas o recibir órdenes del estúpido jefe de sala. “está repleto, no creo que me dé tiempo a asearme un poco antes de salir”. Una cara de disgusto asomó por encima de la pajarita blanca del uniforme. El devenir de la sala a la cocina o desde la barra era constante. Apenas reparaba en quién estaba en cada mesa, sólo cuidaba que la bandeja se llenara con la comanda para luego depositarla según el protocolo esmerado en la mesa asignada: “aún queda un rato para salir, un par de horas y por fin la volveré a ver, cuánto tiempo”. “Uff, casi se me escapa”. El tatuaje que asomaba en la muñeca crecía por todo el brazo derecho que la chaqueta blanca cubría; constituía el secreto mejor guardado de su cuerpo, al menos durante las seis horas de trabajo. En el gimnasio lo lucía con descaro.

El amigo de Andrés le inscribió en una conocida página de contactos. A él le faltaba valentía para hacerlo, le objetó. “¿valentía? pero qué cretino eres tío, ¿eso es ser valiente? Cuando quiera una pareja la buscaré en la calle, en el cine… sí o en un parque echando de comer a las palomas, ¡no te fastidia!”. La carcajada general por el comentario de su amigo aún resonaba en su cabeza. Lo primero que experimentó ante el espejo fue arrepentimiento; siguió como excusa una gran rabia por tener que dejar su serie favorita un sábado por la noche; lo último que masticó fue asco por la imagen reflejada. “ya que decidí seguir adelante con esto, por lo menos debería haberme comprado un traje, vale, sí, tengo una edad, pero éste parece de mi abuelo”. No siguió el consejo de su amigo que le sugirió quedar con ella en un lugar más tranquilo. “no, con gente será más fácil”. Andrés estaba aterrorizado, llevaba demasiado tiempo sin quedar con nadie. Cada pliegue de su cuerpo se estremecía al pensar cómo sería ella y, sobre todo, qué le parecería él. Su amigo había preparado la reserva en un local de moda de la ciudad; él hubiera elegido algo menos glamuroso pero ahí estaba frente a la puerta de cristal esmerilado, frente a su destino.

Perdone ¿me puede decir la hora? – Berta comenzaba a impacientarse. Había llegado media hora antes, era muy puntual y le gustaba que los demás lo fueran, en su perfil lo había dejado claro.

  • Las nueve y veintisiete.
  • Gracias – llevaba el reloj adelantado. Cogió el bolso amarillo para buscar el móvil. Le daría sólo diez minutos más. Antes de localizar el aparato palpó algo dentro del bolso. “vaya, el alfiler de la boda de mi amiga Luisa, pues sí, lo mismo me trae suerte como ella predijo”.
  • ¿Quiere que le traiga la carta, señorita?
  • No, tráigame otro cóctel… – No tuvo reparo en pedir su tercera bebida. Estaba deliciosa. Eso le permitiría esperar un poco más, aunque ya muy ansiosa por encontrarse con el posible candidato.

Con un ligero mareo, fruto de la bebida que se tomaba a grandes sorbos, divisaba el devenir de gente sin atreverse a pedir algo de comer. No habría peor imagen que la pillara comiendo sin esperarle. En casi todas las mesas había más de un comensal, salvo en una: el hombre maduro del traje de rayas diplomáticas se tomaba una cerveza ensimismado con la carta. “debe sabérsela de memoria, la ha repasado ya veinte veces, le han dado plantón. No me extraña, con ese traje”, y lanzó una carcajada que hizo volverse al camarero que pasaba por allí camino de la cocina, se le escapó entre los dedos que taparon inconscientemente el sonido delator. En ese momento el bolso amarillo se cayó de sus piernas, produciendo el desparrame de varios objetos por debajo de la mesa.

  • Permítame, señorita, le aconsejo que coma algo mientras espera a su novio – Jorge depositó la bandeja sobre la mesa atraído por el ruido que transgredía el ambiente selecto del local.

El jefe de sala, altivo y prepotente, le ordenó de inmediato que saliera de debajo de la mesa. Era una actitud impropia de la elegancia del local. Berta disfrutaba con la escena, lejos de mostrarse avergonzada se sentía desinhibida y alegre.

  • Me encanta su tatuaje. Es precioso… déjeme que lo vea más cerca, hmm, parece que es muy largo, que abarca todo el brazo… – con un ademán quiso levantar la camisa del joven que azorado miró al jefe de sala mientras se ponía en pie para dirigirse no sabía bien si hacía la cocina o directamente a la calle.

La noche se había nublado bastante, el ambiente había refrescado. El uniforme de camarero quedó colgado en la percha asignada. “Mi talla es estándar servirá a cualquiera…”. Jorge se cambió como de costumbre, había olvidado asearse, recogió las pocas cosas de su taquilla, sin mirar atrás, no estaba enfadado, al fin y al cabo era lo que quería. “los tatuajes están prohibidos en un local de esta categoría, lo dejé pasar porque era discreto, pero no puedes llamar la atención de esta manera…, si quieres permanecer aquí tienes que borrarlo, sí, quitártelo, bla, bla, bla…, imbécil, no me pienso borrar un tatuaje por un trabajo como este… ¡a la mierda!”. Se paró un instante oteando alrededor. La calle estaba vacía, era muy tarde. Caminaría hacía el autobús. Una sombra al otro lado de la acera, le hizo mirar. Reconoció la risa de la señorita del bolso amarillo. Hablaba por su móvil. De repente se acordó de que había quedado con alguien, le vendría bien evadirse de todo aquello.

  • Ya lo sé, mamá, tomaré un taxi, no te preocupes por mí, estoy bien, de verdad, él se lo pierde.

Andrés decidió terminar esa noche aciaga a lo grande. Antes de pedir la cuenta se lamió los labios del rico postre que acababa de saborear. Le sorprendió el estruendo procedente del fondo, sin interesarle demasiado dobló la servilleta como si estuviera en casa, limpió las migas de pan esparcidas en la elegante mesa y se dispuso a guardar el móvil mudo toda la noche.

  • Su cuenta, señor. –el tatuaje afloraba ya por debajo de la camisa blanca con descaro y brillantez, pues ya sabía que iba a tratarse del último servicio.

En silencio Andrés repasó: un servicio, cuatro platos y una botella de vino. Todo perfecto. En su salida a ciegas no había lugar para nada más, “ya está, me voy a casa, llegaré a tiempo de ver el último episodio… cuando vea al cretino de Juan se va a enterar. “lo peor es que tengo que llevar el traje a la tintorería: me he manchado la chaqueta, bueno ya veré…”.

Salió sin darse cuenta que era el último comensal en hacerlo, el resto de mesas se habían ido vaciando. Tenía automóvil, lo había limpiado para la ocasión “¡qué sandez, pensó de nuevo! Como si esperara llegar a algo más que una cena que luego ni siquiera ha sido eso…”. Echó a correr para cruzar hasta su coche. El resplandor de algo amarillo o dorado sobresalía de la sombra de alguien, junto a su coche, que hablaba por el móvil. Abrió la puerta con el mando y se metió dentro rumbo a su casa, a su refugio.

En la parada del autobús Jorge se desesperaba con la tardanza. No la había localizado pero tenía tiempo aún. Se acomodó en el asiento bajo la marquesina, repasando lo vivido en esa noche. El pitido del teléfono le ofreció una emoción ya inesperada. Temía que fuera otra cosa, de trabajo, de nada importante. No estaba dispuesto a llevarse otro disgusto. Mejor lo intentaría mañana.