Bueno, aquí estoy en el autobús, camino ya de Madrid. Casi todas las semanas me desplazo en mi coche hasta un pueblo de Toledo para visitar a mi madre, pero esta mañana como llovía, me dio pereza y opté por ir en el de línea.
Recuerdo que cuando era pequeña coger la Sepulvedana —así se llamaba entonces la empresa que cubría la ruta Madrid-Talavera—, era toda una experiencia. Las maletas, las carreras, y mi madre diciéndome todo el rato Venga, niña, date prisa que perdemos el autobús.
Para mí era realmente emocionante, primero porque en esos años todo cambio hace mucha ilusión, pero además subirme en ese autocar significaba que nos íbamos al pueblo, que volvería a encontrarme con mi pandilla, que podría pasar todo el día en la calle y que el colegio, las clases, los profesores… quedarían a 120 km de distancia. Del viaje lo único que me importaba entonces era que el conductor se diera mucha prisa para llegar cuanto antes; fue después, al hacerme mayor y viajar sola, cuando el trayecto en sí comenzó a tener su protagonismo. Tenía curiosidad por saber quién sería mi compañero de asiento; tal vez alguien a quien no hubiera visto nunca, pero con el que podría iniciar una conversación, que con suerte derivaría en una amistad, y tal vez después en un flirteo y …. ¡Vamos que a lo mejor ligaba!
Sin embargo, hoy al subirme en el autobús todo ha sido muy distinto, con mis años lo único que me ha preocupado ha sido encontrar un asiento en el que pudiera ir cómoda, que el de al lado no lo tuviera invadido con su volumen (la verdad es que el espacio que nos dejan es cada vez más pequeño, bueno, o yo ocupo más, vale)…
Según avanzaba por el pasillo he ido haciendo mis descartes; aquí no que la anciana ésta seguro que me da palique y no me deja leer; aquí tampoco que ese niño no va a estarse quieto y acabaré harta de patadas; ¡uf! aquí tampoco que este tiene mala pinta, y así, cuando he querido darme cuenta, se acababa el autobús y yo sin decidirme. A la desesperada encontré un asiento ocupado sólo por el abrigo de una chica de melena lacia que en el de al lado parecía dormir (o se lo hacía) ¡qué astuta!, así, si no la despierto todo el espacio será para ella, y como en el fondo soy buena, he preferido pasar de largo, dejarla tranquila. Finalmente acabé junto a un joven de apariencia latinoamericana, bastante corpulento y con el que tras recolocarnos varias veces para conseguir que nuestras piernas no se rozaran (insisto, muy complicado en tan reducido espacio) la cosa ha ido bien. Oía música con unos cascos conectados a su teléfono y llevaba unas gafas oscuras —¡qué tontería! he pensado, si el día está más gris que un entierro de tercera—, pero lo que más me gustó de él fue que su ropa olía magníficamente a suavizante.
Me he puesto a leer e, igual que mi compañero, he ido dando alguna que otra cabezadita. De pronto le sonó su teléfono, descolgó y no pude evitar enterarme de todo.
La persona con la que hablaba parecía infundirle mucho respeto, porque tras contarle que ya estaba subido en el coche de línea en dirección a Madrid y que se quedaría en la urbe hasta el domingo, le confesó que no sabía qué hacer, que estaba hecho un lío y que acudía a él para pedirle consejo.
Cuando la cosa prometía, y después de pasar unos segundos en silencio oyendo lo que el otro le decía, para frustración mía acabó con la conversación con un le volveré a llamar cuando haya llegado.
A partir de ahí mi imaginación se desbocó; bueno. mi imaginación y mi sentimiento maternal que no sé cual de los dos tengo más abundante, ¿Qué le podía haber pasado a este pobre chico? ¿En qué dilema estaría metido? Parecía tan majo, tan seriecito y aseado, con aquel olor a suavizante que salía de su ropa… Me hubiera encantado hablarle: ¿Qué te pasa?, cuéntamelo porque a lo mejor puedo ayudarte, pero no sé cómo lo hubiera interpretado, así que opté por callar y poner en práctica mis aprendizajes en el curso Conciencia y Energía, cerré los ojos y le envié mentalmente toda la energía positiva que pude.
Mientras, nos adentrábamos ya en la Comunidad de Madrid.
En el último asiento viajaban tres chicos, que esos sí eran “unos figuras”, aprendices de skinhead diría yo, porque ni siquiera era completo el estúpido rapado que se habían hecho en sus cabezas. Hablaban tan alto que nos hicieron partícipes a todos de que a uno “le rugía la tripa de la gusa que tenía”, que otro estaba “hasta los cojones de ir metido en aquella lata de sardinas y que quería llegar ya” — Conductooooor, písele, hombre, písele; bramaba de vez en cuando—. Un tercero parecía estar muy indignado porque había llamado a “la piba esa, pero la muy puta no se ha querido poner”. Se bajaron en la parada de Móstoles. ¡Qué alivio!
Otro personaje que me tuvo entretenida fue el que viajaba en el asiento de delante, pero en la fila de mi compañero, y como había echado su respaldo totalmente hacia atrás me dejó un ángulo de visión por el que pude seguir todos sus movimientos. Se trataba de un hombre de pelo blanco y aspecto pueblerino, llevaba una pelliza bastante gastada y botas de militar que pedían a gritos una buena limpieza. Era evidente que estaba nervioso, se aplastaba en el asiento como si se fuera a dormir, pero enseguida se incorporaba, sacaba su móvil, uno de estos pequeños con tapa, la levantaba, iba a la agenda, recorría todo el listado, se detenía en un nombre, pensaba y, como si se arrepintiera, bajaba de golpe la tapa; de nuevo se echaba con fuerza sobre el respaldo, al poco rato otra vez para arriba, pero en esta ocasión se rascaba la cabeza, miraba por la ventanilla, se hurgaba la nariz, ¡qué asco!, otra vez el teléfono, la agenda, repaso por todos los números y a cerrar con fuerza; al asiento, para arriba… hasta que en una de estas se decidió. Le vi apretar sobre uno de los nombres de la agenda, apareció la ventana con los datos del contacto, y tras cerciorarse unos instantes de que efectivamente era la persona con quien quería hablar, se llevó el auricular a la oreja.
-Espero, hombre…
Pero no había completado el proceso, que se olvidó de darle al simbolito verde con el auricular que da paso a la llamada. Estuve a punto de gritarle desde atrás, pero el sentido común me aconsejó ser discreta y me callé. De todas formas, su decisión debía ser ahora tan firme que insistió varias veces hasta que finalmente lo consiguió.
-¡Ajá, era esto!, así que viene a Madrid a echar una canita al aire.
Su interlocutora era una mujer, eso estaba claro, y a pesar de que bajó mucho su tono de voz, no sé si para que no le oyéramos o para parecer más interesante, me pude enterar de que tenía muchas ganas de verla, que la última vez que estuvieron juntos lo pasaron realmente bien y que cuando llegó a su pueblo estuvo varios días sin poder dormir acordándose de todo. Bueno, realmente en cuanto a conversación no hubo mucho más, pero entonces, echando mano a mi imaginación, y como iba aburrida, me encargué de poner el resto. Se trataría del típico hijo de terratenientes toledanos que se habría quedado en casa cuidando de los padres, mientras el resto de los hermanos se fueron casando y marchando a la ciudad. De pronto un día, casi por casualidad, descubre en el espejo que su pelo ya no es rubio y espeso sino cano y escaso, que a su cara se le cayeron los mofletes y ahora la surcan un sinfín de arrugas y que a pesar de los años todavía se mantiene soltero y entero. Alguien le habla de los bares de alterne que hay en Madrid, de mujeres a las que no les va a importar su inexperiencia, y que a cambio de unos cuantos billetes están dispuestas a hacerle muy feliz. Habló con sus hermanos, de acuerdo con ellos metió a los ancianos en la residencia del pueblo no sin antes asegurarles de que él iría cada día a visitarlos y sus hermanos se turnarían los fines de semana y el siguiente sábado se levantó temprano, se duchó, se puso muda nueva y tomó este mismo autobús hasta la capital. Llegó, probó y aquí le tenemos otra vez dispuesto a repetir.
-¿Está lloviendo?
Pregunté a mi compañero de asiento cuando ya entrábamos en Madrid. La verdad es que con su corpulencia tapaba casi toda la ventanilla y no me dejaba ver, pero también confieso que fue el ardid que encontré para entablar conversación. A partir de ahí todo fue fácil, era boliviano y muy educado. Hablamos de muchas cosas, de la reciente muerte de Chávez, de Evo Morales, el presidente de su país, y cómo no, de los conflictos que sacuden España.
-¿Pero cómo han dejado que les ocurra esto con todo lo que tienen?
Me preguntó señalando a un Madrid que ya empezaba a perfilarse entre la bruma de la contaminación, grande, industrializado, avanzado y aparentemente rico, con tantísimas obras en curso.
– No hemos sabido evitarlo, demasiados chorizos juntos para luchar contra todos y se lo han ido llevando.
Hasta aquí mi momento reivindicativo, después comencé con las preguntas. Me contó que llevaba seis años en España, y al principio le costó muchísimo adaptarse, añoraba su país, sus amigos, sus padres y varias veces estuvo a punto de arrojar la toalla. Ahora, con sus papeles en regla y un contrato laboral, trabajaba en un pueblo perdido de Extremadura como “responsable-guarda de un campo de frutales”.
-Qué bien, con la que está cayendo y tienes un contrato, eso es estupendo.
-Ya, pero me paso solo en el campo seis días a la semana, no veo a nadie, ni hablo con nadie y empiezo a estar muy cansado. Mis hermanos (tenía cinco), por el contrario, viven todos aquí y de vez en cuando se reúnen, charlan de sus cosas, se ayudan, pero yo estoy solo. Salvo los meses en los que están los jornaleros, si quiero estar entre la gente tengo que recorrer 10 km hasta el pueblo, y digo gente, en realidad son los mismos de siempre. Estoy casi decidido a dejarlo.
Ahí ya mi instinto no era sólo maternal, era también de abuela, de tía, yo qué sé. Me inspiraba tanta lástima que le hubiera abrazado fuerte y colmándole de besos le habría dicho que no se preocupara, que aguantara un poquito más, sólo unos meses hasta que las cosas mejoraran, que no iba a estar toda la vida igual. Pero tuve que ser más comedida.
-A veces vienen momentos difíciles, pero con paciencia se superan, ya lo verás.
Aunque conocía de antemano la respuesta, le pregunté si podía consultarlo con alguien, me contestó que sí, que venía a Madrid para ver qué le aconsejaban sus hermanos.
Finalmente nos bajamos del autobús y fuimos juntos hasta el metro, allí nos despedimos, me tendió la mano, pero me adelanté y le di un beso en cada mejilla, él se sonrió y me los devolvió.
-Adiós, señora, encantado de conocerla.
– Adiós, y que las cosas te vayan bien.
Ojalá, pobre chico, con lo majo que parecía y lo bien que olía a suavizante.